La copla que vamos a analizar hoy puede concebirse como una especie de lección moral para aquellos padres que proyectan sobre sus hijos esos deseos, ilusiones, expectativas, planes de vida o sueños, que por diferentes circunstancias, no pudieron cumplir de jóvenes. Hay veces que los progenitores, de forma inconsciente y desde la buena voluntad, se empeñan en querer dirigir la vida de sus retoños e incitarles a hacer aquellas cosas que a ellos les hubiera gustado materializar cuando tenían la misma edad
Un mecanismo de defensa habitual del ser humano es reparar
las frustraciones propias a través de la descendencia. Y si por ejemplo un
padre no pudo en su día estudiar medicina, ser un buen futbolista o comprarse
un adosado en Marbella, pues intenta cumplir y vivir esos sueños a través de la
generación siguiente. Y muchos hijos, por complacer a los padres, dejan de lado
sus verdaderas pasiones e intereses para dedicarse a algo que no les gusta y
así tener contenta a la figura que les dio la vida.
La canción de hoy nos muestra que proyectar nuestros sueños
en los hijos es un error, y puede tener terribles e irreparables consecuencias
en la vida de toda la familia. Es lo que le sucede al personaje del padre en
este conocido pasodoble que tan bien interpretó Antoñita Peñuela: El hijo del
ganadero. Fue compuesto por los maestros Segovia y San Julián a finales de los
60.
El hijo del ganadero
Y aunque el padre lo obligaba
Al muchacho le faltaba valentía y corazón
Un día en un tentaero
Se revistió de valor
Y su capote torero
Mil filigranas bordó
La gente aplaudía
Y el padre clamaba alta emoción
Olé, olé chiquillo mío
Rayito desprendío
Del sol de Andalucía
Olé, arrímate a las fieras
Que aquí estoy a tu vera
Pa verte triunfar un día
Que se calle el graderío
Y que sepa el mundo entero
Que está honrando su apellío
El hijo del ganadero
Olé olé mi vía, rayito desprendío
Del sol de Andalucía
Mi niño es el más toreo
Decía con vanidad
Pero una tarde de oro
En las astas de un mal toro
Se quedó un pobre chaval
Ya tienes lo que querías
No vayas padre a llorar
Y di con altanería
Que he muerto de una corná
El padre lloraba y el remordimiento
Le mortificaba
Rayito desprendío
Del sol de Andalucía
Olé, arrímate a las fieras
Que aquí estoy a tu vera
Pa verte triunfar un día
Que se calle el graderío
Y que sepa el mundo entero
Que está honrando su apellío
El hijo del ganadero
Olé olé mi vía, rayito desprendío
Del sol de Andalucía
El pasodoble cuenta la historia de un joven que se mete a
torero, no por pasión o vocación, sino por presión e influencia de su padre,
que quería tener un hijo torero. Finalmente, el chaval accede a los deseos
paternos, y sin quererlo realmente, se lanza al mundo de las corridas, hasta
que un mal día es herido mortalmente por una cornada. El desenlace trágico
provocará remordimientos en el padre, ya que si él no le hubiera obligado a
torear nada de eso habría pasado.
En la primera estrofa habla un narrador
omnisciente en tercera persona que hace el planteamiento de la historia: “El
hijo del matadero no quiso ser matador, aunque el padre le obligaba…”
El poder e influencia del padre es enorme, tan grande, que
acaba anulando y eclipsando al hijo, el cual no tiene ni nombre. Simplemente se
le designa a partir de una paráfrasis o circumloquio (el hijo del ganadero…).
Está claro que el chaval está a la sombra del padre…se le conoce por ser hijo
de este señor, en lugar por ser su propia esencia. El padre marca y dirige la
vida de su hijo, el cual tiene poco poder de decisión en el pasodoble.
La negación del verbo de voluntad marca de forma contundente
la no predilección del muchacho por el mundo del toreo: “No quiso ser matador”.
Esa profesión no le gusta, no le llena, no le satisface, pero su padre se la
acaba imponiendo tal como se expresa en la oración concesiva: “Aunque el padre
le obligaba…”.
Podríamos decir que el hijo ha tomado un camino en su vida que no es el deseado, pero lo hace por complacer a su padre. No tiene ni la ilusión ni las cualidades que se necesitan para ser un torero, tal como se expresa en la bimembración: Al muchacho le faltaba valentía y corazón. No lleva en la sangre el mundo taurino, no tiene alma de torero, no tiene la gallardía que hay que tener para ponerse delante de un toro y jugarse la vida. No cumple con los requisitos que debe tener un matador.
Se dice que las
pasiones humanas son innatas, se llevan de una forma natural e inherente. El
chico las va a desarrollar de una forma postiza, artificial, impostada, por
influencia externa (del padre). Y cuando una cosa se hace forzada y por
obligación del entorno, no suele traer buenos resultados, ni para el cuerpo ni
para el alma. Tened en cuenta que el padre le está imponiendo un proyecto de
vida al hijo que no le gusta…no quiere ser matador. Se supone que una persona
debe dedicar su vida a algo que le apasione y sea de su interés. Menuda
amargura levantarse cada mañana para hacer algo que no te guste!!!!
Lo que está claro es que el muchacho da el paso adelante en la profesión taurina, pero sin estar muy convencido. Solo por el padre: “Un día en un tentadero se revistió de valor”. El verbo revestir implica que cubres tu propia esencia/personalidad/alma/originalidad y te pones encima otros elementos distintos, que no tienen nada que ver contigo. El valor no es una cualidad inherente al chico, pero el chico hace un sobreesfuerzo y lo adquiere de una manera fingida, falsa, postiza, artificial. No es una valentía natural la que adopta en ese tentadero. Es una valentía ficticia, planificada, provocada por el entorno social y familiar.
Por cierto, un tentadero, para aquellos que no lo
sepan, es un corral o plaza pequeña donde se hace la tienta de becerros, es
decir, se comprueba la bravura de las crías de las vacas, para su posterior
toreo. Muchos aprendices o toreros novatos utilizan los tentaderos para ponerse
a prueba y practicar.
La personificación de los instrumentos de toreo es una
manera de realzar el esfuerzo que hace el chaval por adaptarse a un mundo que
no es el suyo: “Y su capote torero, mil filigranas bordó”. Este verso se
refiere a los movimientos ornamentales y vistosos que se hace con la capa de
tela, a la hora de lidiar y engañar al toro.
A pesar de estar haciendo algo que no le llena, los
resultados son buenos: “La gente aplaudía”. El hecho de que una cosa no te
apasione, no quiere decir que se haga mal o sea de peor calidad. Hay muchos
profesionales que están ejerciendo un oficio que no les satisface, y con
esfuerzo y trabajo, han conseguido importantes logros. Lo mismo que este chaval
que sin tener alma de torero está recibiendo las aclamaciones y aplausos del
público por su buen hacer. Es verdad que todo esto no se consigue de una forma
feliz y natural, pero eso al padre eso le da igual. El padre lo que quiere es
ver a su hijo toreando, y ya lo tiene: “Y el padre clamaba con altanería: Olé
olé chiquillo mío”. Se supone que para el padre tener un hijo torero es símbolo
de prestigio, superioridad, de reputación. Eso le hace sentirse por encima de
los demás. Tener un hijo torero es algo muy importante, y más en esa época.
En el estribillo, el padre se convierte en voz poética y se
dedica a aclamar, exaltar, y vitorear a su hijo: “Olé chiquillo mío, rayito
desprendido del sol de Andalucía”. El diminutivo (chiquillo, rayito) da un
carácter afectivo al discurso, de amor paterno-filial. El padre está orgulloso
de su hijo, se siente feliz al verlo triunfar en las corridas. Esos olés son
una interjección de celebración, de victoria. Lo que el padre quería (tener un
hijo torero) ya lo ha conseguido. Por eso, ese tono triunfal del estribillo. De
todas formas, esto también tiene una parte triste. El padre está orgulloso de
su hijo no por cómo es, ni por su persona, ni por el hecho de existir…lo tiene
en un pedestal porque está haciendo algo que es de su agrado. Si el chaval se
hubiera dedicado a otra profesión, seguro que no habría tantos elogios al
chiquillo.
El padre representa a su hijo de forma metafórica elogiosa:
“Rayito desprendido del sol de Andalucía”. El Sol es el astro que da luz, rige
el devenir del día, preside el cielo…se está identificando al hijo con un
elemento natural trascendental. Con el mismísimo astro rey. El padre tiene a su
hijo en un pedestal, lo eleva, lo magnifica…y todo porque es torero. El padre
valora a su hijo por lo que hace, y no por lo que es. Muy triste esta parte de
la canción aunque la melodía del pasodoble sea alegre.
El yo se muestra tan extasiado y eufórico, que no para de
animar a su hijo a que se acerque al peligro mediante el imperativo: “Arrímate
a la fiera, que aquí estoy a tu vera para defender tu vida”. Al fin y al cabo,
ser torero es un oficio de alto riesgo y vemos a un padre con una actitud de
placer cuando su hijo está coqueteando con la muerte. Haber cumplido
su sueño es mucho más importante que la vida del chaval. Luego, cuando suceda
la desgracia, nos acordaremos de este momento que el padre le anima a arrimarse
al toro.
Además, en estos versos se refleja muy bien la idea de que
los toros se ven mejor desde la barrera. Ahí sentado en las gradas, fuera del
peligro, es muy fácil animar, jalear, desear suerte, decirle al torero que se
acerque más, que todos están con él. Como el padre no es el que está toreando,
pues se permite ese lujo de adoptar esa postura frívola y festiva. Así
cualquiera. El que se la juega es el hijo. Él solo está ahí para celebrar y disfrutar
de la escena.
El padre cede el protagonismo al hijo en esta parte de la copla. Quiere que se lleve todos los honores: “Que se calle el graderío y que sepa el mundo que está honrando su apellido”. Es una forma de homenajear al chaval y agradecerle todo el empeño que ha puesto en cumplir la ilusión paterna. Realmente, el padre quiere tener a un hijo torero por una cuestión de egolatría, soberbia, engreimiento, arrogancia, altivez (como queráis llamarlo). Busca engordar el honor de la familia, tener un hijo conocido y admirado, que todo el mundo hable de él y de lo bien que lo hace, y así el apellido luzca y brille por todas las plazas de toros.
Ya
os dije que normalmente cuando un padre proyecta en sus hijos sus propios
sueños y deseos es porque quiere resolver las frustraciones generadas en etapas
pasadas de su vida. A él le hubiera gustado dedicare al toreo y no pudo, pues
entonces lo vive a través de su hijo.
Al inicio de la segunda estrofa, vuelve el narrador
omnisciente, el cual introduce en estilo directo palabras del padre: “Mi niño
es el más torero, decía con vanidad…”
Si os fijáis, a lo largo de la copla encontramos palabras
relacionadas con la altivez (vanidad, altanería, honrando…). El padre solo
busca que los demás tengan una opinión positiva de la familia, crearse una
imagen modélica y admirada a través de su hijo. En definitiva: prestigio,
reputación…
Se usa el grado comparativo de superioridad para colocar las
cualidades del hijo en una posición elevada respecto a otros elementos de la
misma clase: el más torero. Su hijo es el mejor de entre todos los toreros. Más
vanidoso no se puede ser…jajjajaja
En toda historia trágica asistimos a un giro radical de los
acontecimientos, a un punto de inflexión de la historia, que hace que uno de
los personajes pase de un estado de fortuna a un estado de desgracia. Este
acontecimiento se produce en mitad de la segunda estrofa: “Pero una tarde de
toros en las astas de un mal toro se quedó el pobre chaval”
La conjunción adversativa marca el cambio de fortuna (pero).
Este hecho trágico se produce dentro de la cotidianidad (una tarde de toros).
Ocurrió un día cualquiera de los que toreaba el chavalillo. Es lo que tiene
este oficio. Te expones al peligro continúo y en cualquier momento te puede
pasar lo inevitable.
La tragedia se produce de una forma rápida, lacónica, sin
titubeos. En un solo verso: “Se quedó el pobre chaval”. El adjetivo valorativo
(pobre) enfatiza el componente victimista del hijo en esta historia. Él no es
el culpable de lo que ha pasado, y sin embargo, es el que va a salir perdiendo.
Uno de los rasgos de la tragedia es ese: se lleva la peor parte una persona que
no lo merece. El precio y el castigo que paga es muy alto. En este caso, la
propia vida. El toro le pega la cornada, y al otro barrio. El adjetivo
subjetivo (“mal toro”) enfatiza al agente causante de la muerte. No obstante,
aunque el toro sea el causante directo de tanto dolor, hay otra persona detrás
de esta muerte, y es el padre. Si él no hubiera insistido ni le hubiera obligado,
el chaval no hubiera muerto.
En los últimos versos de la segunda estrofa el hijo toma la
palabra y se dirige al padre en un tono sarcástico, responsabilizándolo de lo
que ha pasado: Ya tienes lo que querías, no vayas padre a llorar, y di con
altanería que he muerto de una cornada”.
Ironías de la vida. Quería a un hijo torero por el honor que
suponía…pues ahora va a poder disfrutar de ese honor, pero con el hijo muerto.
La familia va a tener fama, prestigio, todo el mundo lo va a recordar por su
trágico final…pero ya no va a poder ver a su retoño nunca más. Con el adverbio
de simultaneidad (ya) y la segunda persona (tienes), se enfatiza la ilusión y
el deseo cumplido (el honor), pero a un precio muy alto (muerte del hijo). Como
es lógico, el padre no quería un desenlace así. Parece que el destino le ha
castigado por su prepotencia y altanería. Las tragedias suelen castigar ese
tipo de actitudes ególatras. ¿No quieres caldo? Pues toma tres tazas jajajjaa.
Honor culminado, proyecto vital materializado, ha alcanzado la cumbre del éxito
y del prestigio…. Todo lo que quería lo tiene. No tiene sentido lamentarse y
ponerse a llorar ahora por eso. Eran los riesgos que se corrían.
Mediante el imperativo negado (no vayas padre a llorar) el
hijo pide coherencia al padre. Resultaría contradictorio ponerse a llorar
cuando él debería saber de sobra los riesgos que conlleva ese oficio. Un torero
se juega la vida en cada corrida y un desenlace trágico puede ser una de las
opciones posibles. No es que se muera en torero todos los días, pero puede
pasarte. Por lo tanto, es absurdo lamentarse por eso. Si tanto ha insistido con
lo de tener un hijo torero, hay que asumir lo bueno (fama, orgullo, honra),
pero también la cara amarga (cogida, accidente, cornada, posible fallecimiento…).
El chaval, antes de morir, pide a su padre coherencia en sus
principios. Si durante todo el pasodoble la postura del padre era la
superioridad que sentía por tener un hijo torero, debe actuar en consecuencia y
sentir ese mismo orgullo y sensación de plenitud por tener un hijo que ha
muerto de asta de toro: “Di con altanería que he muerto de una cornada”.
Al final de la copla vuelve el narrador omnisciente que nos describe la reacción del padre mediante la personificación del sentimiento (el padre lloraba y el remordimiento le mortificaba). El mayor castigo es el sentimiento de culpabilidad, de haber hecho un daño irreparable, de perder algo que ya no se puede volver a recuperar, de no poder dar marcha atrás, y el arrepentimiento de haber tomado una decisión que ha condicionado la vida de otra persona. Por haber presionado e influenciado tanto a su hijo (obligándole a ser torero) ha ocurrido una desgracia.
Las malas actuaciones se pagan caro, y
ese sentimiento de culpa lo va a arrastrar toda su vida. Es el peor castigo que
se puede llevar un personaje trágico. Un destino más cruel incluso que el del
hijo que ha muerto. Vivir con ese peso es una penitencia en toda regla.
Cada estrofa está formada por la combinación de 5 versos sin
disposición (8- 8- 8a 8a 8-), una cuarteta (8a 8b 8a 8b) y un terceto (8a 8-
8a). El estribillo consta de una sextilla (8a 8a 8b 8c 8c 8b) y una septilla
(8a 8b 8a 8b 8c 8a 8c)